domingo, 15 de noviembre de 2009

Con su piel ajada por los años y un cabello tan delgado como hilos de sal, la princesa Amanda esperaba ansiosa su cumpleaños, era el número 82, pero sólo en su cuerpo se notaba. Ya no era bella, elegante o completa, ya ni sus mejillas se sonrojabas y se había olvidado de cómo besar.
Cautiva, pasaba los años en su fortaleza, celada por el más demoniaco de los dragones, sus ojos amarillos contrastaban con los de ella, llenos de la pasiva esperanza de que algún día alguien se interesase por rescatarla de su prisión.
La princesa y su dragón habían cultivado rituales de muerte, conversaban por las noches y ella ya había dejado de insistir en su felicidad. Con más de 60 años juntos, la dependencia por el asesino que la aprisionaba le parecía normal.
“porque no puedo hablar con mi captor, ya son muchos años sola y estoy tan aburrida! además, nadie me quiere rescatar, y ni siquiera estoy en una torre de muchos pisos, sólo se debe subir un escalón".
Cuando abrió los ojos ese 15 de noviembre salió en puntas de pie. Debía preparar un ajuar suficientemente bueno para que la deseasen, para que la amaran. Pero todo salió mal, su pelo se caía, sus ojos se cerraban y las canastas con oro y recuerdos se consumieron bajo el fuego que propagó el reptil al pensar que podía perderla.
Amanda calló golpeando su cabeza contra el único escalón que el que la rescatase debía subir dejando caer de entre su ropa un puñado de fotos, de tiempos antiguos, irreales y oníricos, el piso se cubrió con fotografías de una princesa joven, amante, y bella, el piso se cubrió de la princesa Amanda y fluyó hasta que su sangre descendió por entre los tablones terminando en el nido donde hace decenios atrás había encontrado una pequeña lagartija a la que llamó hijo.